lunes, 4 de mayo de 2015

Poesía y tiempo - I (Impromptus Bachelardiano)

(Primera parte del texto leído en Junín, Buenos Aires, el 27 de marzo de 1998, en ocasión de la presentación de las Cuatro Plaquetas, de Ediciones Mínimos del Deseo. Cuatro selecciones de poemas: de Alejandro Schmidt "Fumaba oro", de Raúl Esper "Frotar la lámpara", de Rodolfo Alvarez "Wharf Dwarf", y de Bob Dylan "Tarántula waves").

¡Ay lo real!... Ese yugo de todos los yugos, que tarde o temprano nos anonadará, y al que sólo podremos intentar empardar temporariamente con picardías pírricas, con artilugios del bien que nunca se sabe adónde pueden llegar a parar, o con preguntas que superen por un momento la valla de nuestra pequeña estatura, y abreven, pequeños trozos de nada, en el corazón de otras mentes, como una especie de testimonio en una inefable carrera de postas...
Preguntas, no respuestas. Mejor: interrogantes.

Una manera eminente de interrogar lo real es la escritura.
La escritura puede, de un modo privilegiado, si no decir, al menos entredecir lo real.
Éste es un asunto muy vasto, que no pretendo acá elucidar (ni podría aunque lo pretendiera)... Alcanza, para mi propósito, plantear que si la escritura parece inquietar lo real es, en parte, por su relación compleja y problemática con respecto al tiempo.
Obviamente, ésto no quiere decir, de ninguna manera, que la relación de lo hablado con el tiempo sea cosa que se entienda de suyo, sólo que su complejidad diverge de lo escrito.
En efecto, si la palabra hablada está alienada al tiempo, es su súbdita, lo lleva pegado a su suela; la escrita, en cambio, lo suspende, lo reta: lo discute en tanto tiempo, y le discute en tanto tiempo otro... Desde su materialidad misma, enigmática por otro lado, incluso desde su facto, pone en entredicho fechas y calendario; no reconoce la cifra de sus lapsos, ni admite a ninguno de sus momentos como cerrados.

¿Cuándo un escrito es?: ¿cuando se lo escribe?... ¿cuando se lo lee?...
¿Cuál es su fecha?, ¿cuándo alcanza su eficacia?: ¿cuando ve la luz?, ¿cuando llega su hora de gloria?... ¿cuando se lo rechaza o deniega, o cuando se lo acepta y se lo integra socialmente?...
Es difícil definir el cuándo de lo escrito; puesto que en su tensión involucra, no sólo la voluntad que lo concibe, sino también la potencia de la lectura a la que aspira: pontífice de una verdad, lo escrito traza extraño y tenso lazo entre una subjetividad creadora concreta y su indeterminada y variada virtualidad leyente.
Se lo advierta o no, esta relación diversa con su otro que tiene el escribir respecto del hablar, implica una subversión de la temporalidad en juego.

Si hablar, además de ser un acto alienado al tiempo, es sujeción (relativa) al tiempo del otro, escribir es suspensión -no sólo del otro y su tiempo, sino del mismo ser de lo escrito. Y si bien esta suspensión está lejos de ser un rasgo de eternidad realizada, sí abreva (aunque siempre incómoda) en las diversas especies de lo infinito concreto: lo infinito de la espera; de la angustia de que no advenga su lector para enarbolar su pregunta, o que ésta cese de insistir; en fin, del olvido, el maltrato o la indiferencia social... Pero también del golpe por siempre repetido de la reedición, o de la vida dispersa de la cita.

Nos gana por un momento la certidumbre fácil de que, si hablar es estar en el tiempo, escribir es jugar a ser tiempo, a detenerlo, a renovarlo, a inventarlo.
En fin: quizás escribir sea tiempear.
Y una de las aves de lo escrito, la poesía, es la que tal vez nos lleve más directamente al corazón, al meollo, de esta relación paradójica entre escritura y tiempo.
Pregunta: ¿Es que se puede hablar de un tiempo específicamente poético?... Veamos.
La poesía trajina otro compás, otra pauta, que la de los hechos, ¡qué duda cabe!...
Su sesgo, oblicuo a lo vivido, se lo impone: sólo puede ser más que la vida adormeciéndola, irrealizando la dialéctica del acontecer, subvirtiendo la conciencia cotidiana que cataloga y ordena (paciente o impacientemente) las alegrías y las penas, los logros y los fracasos, lo benévolo y lo desgraciado.
Y si a veces se vale, en sus tácticas, de las nociones y juegos de lo cotidiano, aún de la historia, sin embargo, en su premisa estratégica siempre hallamos una sedición, no sólo contra los hechos, sino también contra los propósitos de la vida, contra sus certidumbres, y más profundamente contra sus tiempos.
Y si la realidad vivida se fundamenta en la flecha del devenir, en justificarse en su pasado y validarse por su futuro; la poesía, aún en su síncopa realista, gira alrededor de la producción de una simultaneidad de tiempos, de una condensación fecunda: muesca temporal donde el sentido, más que lograrse, se suelta.
Para lograrlo, la poesía amasa instantes.

La poesía puede jugar con la duración; puede malabarear con los tiempos del mundo (o de su mundo); puede impostar las advertencias, los antecedentes, los métodos y las demostraciones; pero es profundamente refractaria a ellos en su principio. Cuando se consuma, en cada uno de los instantes poéticos ella aparece como un rayo, y en su luz, en su apertura, expurga con sus palabras la huella de esos murmullos cotidianos, desarma y desalma a aquel a quien se dirige, y produce su asombro: su estocada temporal.
La poesía amasa instantes. Primero amasa su tiempo al de su otro, el lector, catapultando a ambos a un inefable impresente perfecto, decididamente neutro respecto de cualquier categoría que quisiera someterla a algún acaecer formal, incluso a aquel tiempo que anida en su expectativa, por obra del poema. Y allí, en momentos en que incluso se pierde de sí misma en la decriptación de quien la lee, es cuando resurge más dueña de su tiempo.

La poesía, entonces, amasa instantes para producir su instante.
Como dice G. Bachelard: el poeta destruye la continuidad simple del tiempo encadenado para construir un instante complejo, para unir sobre ese instante numerosas simultaneidades.
Produce un alto del tiempo ordinario para que se aloje en ella (ella misma indeterminada respecto de pasado, presente o futuro), un tiempo otro. Ese tiempo detenido (incluso en el sentido jurídico del término), que no sigue los recursos ni las medida de Cronos, es un tiempo vertical; mejor: un tiempo efecto, diverso del tiempo de la prosodia, que aunque no carece de rugosidades y complicaciones, es un tiempo dominantemente horizontal; podríamos decir: echado.

La poesía, por tanto, amasa instantes para producir su instante vertical, complejo, y pentagramáticamente vario.
Consuela, inquiere, reta; es sorprendente y  familiar; conmueve porque se conmueve, demuestra porque muestra, invita porque no falta a la cita...
Y si puede consistir en todas estas cosas a la vez es porque, más esencialmente, el instante poético descansa, en su clímax, en una tensión entre (tiempos) contrarios.
A esta concurrencia, a esta cita que en el instante poético se dan lo contrario y lo heterogéneo, y que está profundamente alejada de cualquier mixtura sincrética, muchas veces se la presenta como conflicto, o como dialéctica. No nos parece que se trate ni de una ni de la otra...
La poesía puede alojar el antagonismo, puede espiralarse en espasmos dialécticos... Pero aunque en sus polos, tanto el raciocinio como la pasión querrían mostrarla como antítesis (el primero como especulativa, la segunda como viviente), la poesía no consiste en su esencia en un conflicto, sino en una desgarradora ambivalencia (que al conflicto puede eventualmente alojar).
Más aún, la poesía es una erupción polimorfa, un agonismo sin superación ni síntesis, que va desde la patencia de una ambivalencia del alma, a la literalidad libertaria que en su artificio cobija al alma de esa ambivalencia.

Poco queda, entonces, de la vivencia temporal de la conciencia una vez que la poesía ha roto los diques convencionales que la encadenan a las palabras del día. Un orden nuevo, caótico y escurridizo, surge en ruptura con lo que (inspirados en Bachelard) podemos llamar los tres marcos vividos del tiempo: los marcos sociales (la referencia del tiempo propio al tiempo de los otros), los marcos fenoménicos (la referencia del tiempo propio al tiempo de las cosas), los marcos vitales de la duración (la referencia del tiempo propio al tiempo de la vida).

De pronto, ante su estocada, toda la horizontalidad rasa se disuelve.
La poesía se entregó, nos entregamos...
Se deja leer, nos lee...
El instante se yergue, erecto.
El tiempo no corre más.
Ya no dura: pulsa, brota.

[Sigue...]